miércoles, noviembre 05, 2008

La llamada, la cojudez

Estaba frente a la PC, chequeando algunas páginas y chateando con unos amigos (intentando reírme un poco de este día, de toda esta perecita acumulada). De pronto, me percaté que era alrededor de la medianoche. Le había prometido a Kely que la llamaría para interrumpir su dulce sueño (aún cuando esto sea para mí un acto salvaje y criminal contra la sacra tranquilidad de mi adorada Kelyta, es algo que a ella le gusta —por lo menos, es lo que me dice—), así que, decidí salir a llamarla desde un teléfono público que está no muy lejos de mi casa —desde mi hogar no puedo llamarla: mi madre destruyó el teléfono fijo hace poco más de un año, en un cotidiano ataque de locura, y mi móvil, pues rara vez tiene crédito para hacer llamadas—. Salí de mi casa hecho un zarrapastroso: con el polo roto, dos sandalias izquierdas, las medias disparejas (una gris y otra blanca) y completamente desaliñado (poco más de lo normal). Tenía demasiada pereza para cambiarme o lavarme el rostro para salir a llamar. A medianoche no hay nadie que te joda, hasta los choros están durmiendo (por lo menos por mi casa sí).

Salí de mi casa resuelto a no cagarme de frío (recordando la tonta idea que el frío es sicológico —esa que se suele utilizar para engañar a los cojudos que, como yo, no tienen algo limpio que les abrigue en esos momentos—) y poder así arreglar con Kely para vernos al siguiente día. Caminé hacia el teléfono por la ruta ya acostumbrada —no era la primera vez que despertaba a Kely de su lindo sueño para molestarla con mi nociva voz—. Extrañamente, no hubo ladrones, meones, drogadictos, etc. Todo fue felicidad.

Llegué al teléfono; pero, un tío gordo con aspecto de borracho estaba frente a la máquina, a unos metros estaba parada una señora (que supuse era su esposa), que tenía en brazos a un bebé que lloraba y que supuse era de él. Esperé que llamara, recordando que el frío es sicológico y que yo creía en los poderes sobrenaturales de la sicología, pensando en lo que conversaría con Kely en unos momentos, y más que nada, en el roche que estaba pasando vestido así frente a esa señora y su bebé que, sin dejar de llorar, no paraba de mirarme mientras su mamá le decía cosas al oído. ¡Qué vergüenza! Tan zarrapastroso como para pasar de cuco no estaba —creo yo—. En mi bolsillo sólo tenía un sol y sabía que esa monedita color plata no me alcanzaría para conversar con Kely todo lo que pensaba decirle y lo que en esos momentos saldría de mi ser (que de por sí incluía la historia del bebé que me mira y que ahora cree que soy el cuco por palabras de mamá).

No pasaron muchos segundos y el tío estalló en rabia, gritando que el teléfono estaba cagado, que se tragó sus monedas —mientras yo me daba cuenta que no estaba borracho, por lo menos no como creía—. Mierda —pensé yo— ahora de donde la llamo. Tendré que arrastar mi pereza unas cuadras más, con las medias de diferente color, las dos sandalias izquierdas y el polito, que ahora parece estar más roto que antes —me dije a mí mismo— (me había estremecido y recordaba que eso sí era un problema sicológico). El tío le metió un par de golpes al teléfono, intentando, sin éxito, recuperar las monedas que yacían dentro de la tragaperras. Se alejó del fono y, porque no tenía la menor idea de donde había otro teléfono desde el cual llamar y ya me estaba cagando del frío y la vergüenza, me acerqué al teléfono a probar si mi tan miope suerte por fin hoy se dio cuenta de mi existencia.

El tío se retiró con la señora y el bebé. Supuse que creía que quería robarle las monedas que él había dejado en ese teléfono, por la forma como se iba: lentamente, sin quitarme la mirada (y ciertamente mis fachas podían darle la razón). Me hice el desinteresado. Tanta huevada por unos soles que puso —pensé mientras intentaba que el teléfono me devolviera el dinero que él colocó—. Al ver sin éxito mis intentos, coloqué mi único sol en la ranura, le di un besito que supo a mierda y elevé una mini plegaria para no perderlo y poder llamar a Kely; y así, darle algún sentido a estos minutos que habían pasado desde que salí de mi casa, con las medias de diferente color, las dos sandalias izquierdas (que ya comienzan a joder) y el polo, que con cada mirada, parece romperse más. Enseguida, ingresé la moneda y, repentinamente, me di cuenta de mi colosal estupidez: no había descolgado el fono antes de colocar la moneda. ¡La puta madre. Esta porquería! —exclamé sin recelo—. Golpeé el fono (como si eso fuera a darme una solución) y le hablé al teléfono, pidiéndole encarecidamente que se fuera a la mismísima mierda (como si eso fuera a devolverme mi plateada monedita o como si un teléfono pudiera contestarme, que si pudiera hacerlo me manda a la mierda a mí también y quizá hasta me pega por lanzarle semejantes diatribas).

Hecho un despojo, creyendo que en esos momentos el tío gordo se burlaba de mí junto al bebé, y con la impotencia de no haber oído la dulce voz de mi Kelyta cuando recién se despierta y sabe decirme: "Hola, estaba durmiendo amor". Regresé a mi casa, derrotado, cagándome de frío y de vergüenza, con las dos sandalias izquierdas, el sinsabor de haber perdido diez minutos de chat con mis amigos (calientito en mi hogar) y sobretodo, con el polo rotísimo de tanto mirarlo por la cólera. Puta madre, apareció un problema sicológico más.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que cojudo jajajajaja

Ivan Alejandro Samayoa Solis dijo...

Gracias por visitar mi blog y por tu comentario, te felcito, escribes muy bien y con respecto a eso.. como dijo Miller: "Si tu llamas experiencias a tus dificultades y recuerdas que cada experiencia te ayuda a madurar, vas a crecer vigoroso y feliz, no importa cuán adversas parezcan las circunstancias."
Suerte y espero verte de nuevo por ahi,, asi nos acribillamos..jeje