Y aquella noche se nos escapó de las manos, sin poder hacer algo por tullir el presuroso calendario. Era ya de madrugada, la madrugada previa a los saturnales. Todos, analfabetos o no, escriben cartas imaginarias, que son rezos, a Saturno, su dios, que sin saberlo a ciencia cierta, pues el futuro es quimera, pronto, se vestirá de rojo, que para estos tiempos está muy de moda, y regalará bendiciones a sus devotos y analfabetos pedigüeños, a lo largo y ancho de la vieja y crédula Roma de antaño, donde se reza y se recibe regalos del dios de la agricultura en diciembre.
Este dios de la agricultura, que es también Saturno, inconscientemente (como suelen hacerse todas las cosas trascendentales) continuó regalando bendiciones y buenas cosechas cada año en los saturnales, sin saber —como ya se escribió antes— que algún día, en algún siglo futuro, una compañía de gaseosas, que no cree en él ni le ha rezado vez alguna, compraría muchos derechos sobre él y sería su gran trampolín al mundo, su boleto a la indecorosa inmortalidad del don nadie. Un poco más gordo, poco más blanco, con más barba, y apodado Santa Claus. Pues esto, al igual que escribir en vez de rezar, es lo que ahora está de moda. Los dioses romanos no venden más titulares, ni motivan a los niños a pedir compulsivamente más juguetes, es decir, no hacen plata.
Saturno, jodido y en el más polvoriento rincón del estante del olvido (pues ahora actúan por él muchos gordos de diferentes lugares, que suelen recibir muchos sporade's y burn's como regalo a sus saturnales servicios). Ayer, me hizo recordar que yo, y los míos, fuimos quienes le arrastramos a esta desdicha, que agudiza su crítico cuadro asmático. No sólo por no detener el calendario aquella madrugada anterior a los saturnales, sino por no estirar la mano antes que Coca-Cola, y no comprar los derechos y el copyright, de los nuevos saturnales, que ahora dominan al mundo, es decir, al dinero: la navidad.






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